jueves, 13 de junio de 2013

La ciudad contemporánea: un apocalipsis cotidiano



Guadalupe Isabel Carrillo Torea


   Algunas de las  grandes ciudades de nuestros países latinoamericanos fueron re fundadas por el ritmo de una modernidad que se impuso irregular y tardíamente en toda América Latina. Para enumerar algunas capitales tendríamos los ejemplos de Buenos Aires y Ciudad de México convertidas actualmente en mega-ciudades;  o bien  Caracas, mucho más pequeña en dimensiones, pero inmersa en una anarquía vial y peatonal que pareciera irresoluble.

    Los problemas urbanos que se empezaban a generar en ellas desde mediados de siglo se han acentuado poderosamente, contribuyendo a que la ciudad sea sinónimo de neurosis, caos, fragmentación, inseguridad, ambientes sórdidos o arrabales inescrutables. Los urbanícolas, que hemos ido adaptándonos a nuestro territorio de asfalto, estamos igualmente delineándonos rostros  con acentos cada vez más parecidos a la rudeza de nuestras urbes. Ello, construido también en la literatura, nos invita a revisar  de nuevo de qué manera el lenguaje nos permite comprender, condenar o, simplemente, recrear la ciudad literaria.

El siglo XXI que estamos aún relatando ha propuesto sobre la marcha de nuestros pasos alternativas sociales y culturales de diverso tenor a lo que se experimentó en las pasadas décadas de los setenta,  ochenta y los noventa. La pluralidad reflexiva, la realidad de los multimedia unida a la exacerbación de datos, textos o ideologías van coloreando un panorama de multidisciplinariedad de muy nuevos acentos. 

   La urbe, sin modificar los espacios ya andados por muchos caminantes citadinos de pasadas décadas, es sin embargo asimilada, sufrida o exaltada desde otras tesituras que, definitivamente, han ido cambiando la manera de representarla a través de la literatura.  Julio Ortega asegura que “vivimos hoy la ciudad dialógica, donde cada interlocutor adquiere su identidad en los espacios descentrados de la esfera pública”[1]. El concepto bajtiniano de lo dialógico que apuesta al intercambio no sólo entre personajes y autor o entre texto y lector,  puede, por extensión, ampliarse al inevitable entrecruzamiento  de experiencias, anodinas muchas de ellas, que vive todo urbanícola en nuestras ciudades masificadas. La interlocución deviene  unas veces en vivencias que pueden ser devastadoras, llevándonos a percibir sensaciones de un acabamiento muy cercano al sentido  apocalíptico, término  que con tanta frecuencia se emplea hoy para referirnos a   la ciudad. Autoras como Mabel Moraña  reconoce el carácter violento de los espacios públicos de los últimos años que es representado en la narrativa, la poesía o el ensayo; Rossana Reguillo- Cruz habla de la instauración en la literatura de una  lógica del desorden y una estética del caos.

De la urbe para el orbe

   En esta primera década del siglo la narrativa urbana que se produce nos anticipa un abanico de re-interpretaciones de la ciudad que oscilan en dibujarla  desde un humor refrescante que raya en la ingenuidad, a teñirla de las más abyectas representaciones.   En mayo del 2006 fue editada una recopilación de cuentos  de noveles autores venezolanos titulada “De la urbe para el orbe”, cuya selección y compilación estuvo a cargo de la escritora Ana Teresa Torres y de Héctor Torres, quien dirige la página web www.ficciónbreve.org. En ella 15 jóvenes escritores dan cuenta de  relatos cuyas anécdotas se sumergen en el mundo de lo urbano con tal intensidad que la ciudad, más que ser representada, es epidermis de los personajes, anclaje social, modo de vida. 

   El cuento de Carlos Villarino titulado “Camila y los seres de la noche”  aborda una de las alternativas ficcionales en la cual lo urbano enseña uno más de sus rostros: la noche como atmósfera que re-diseña la ciudad.  El relato da cuenta del cotidiano quehacer de un oficial de la División contra Homicidios, que realiza su guardia nocturna a la espera de algún acontecimiento que exija su presencia. El narrador nos muestra, a través de la descripción del espacio y de las sensaciones que experimenta el personaje, a un individuo anodino, sumergido en la rutina de un mundo laboral que rechaza. Su nombre se omite al igual que sus características físicas; sólo están presentes sus reflexiones y la resignación que lo acompaña a lo largo de la vigilia:


Hasta este mes trabaja en la División Contra Homicidios, pedirá traslado a otra dependencia, ya no soporta el olor a placenta fresca cada vez que descubre un nonato envuelto en papel periódico o tener que tomar miles de contradictorias declaraciones de quienes habiendo visto todo, no recuerdan o no quieren recordar nada de lo que les pueda ser útil en la resolución de un caso. Como si llevara esferas de plomo en la sangre siente su cuerpo más pesado que nunca, se entierra en el asiento de la patrulla y cierra los ojos para no seguir viendo lo que ocurre a su alrededor. El oficial que conduce el vehículo lo ve condescendientemente, y aunque la autopista está desolada, disminuye la velocidad, dándose así unos minutos adicionales al detective para que repose en el asiento contiguo. La patrulla avanza sin prisa hacia el lugar de los hechos, nadie tiene urgencia en llegar. (2006: 33)


El sentimiento de resignación y rechazo que padece  nuestro protagonista lo ubican dentro de esa especie humana que mira la vida con desencanto; una suerte de insatisfacción lo invade, inhibiendo sus deseos. Ser policía  y cumplir con el deber más allá de sus aficiones personales, lo perfilan como esa voz oficial que asiste a las entrañas nocturnas de la ciudad y a sus deformes expresiones. Él mismo se define como “turista nocturno”, aquel que mira, pero no forma parte del mundo que se construye en la noche; ese distanciamiento nos permite observar la ciudad desde un extrañamiento en el cual se la define como una suerte de inframundo; en ella habitan seres prácticamente fantasmales que  podrían realizar las mayores atrocidades.


   La legalidad que progresivamente el relato va diseñando, nos muestra un argumento muy semejante al de  un texto policiaco: un crimen ha ocurrido en la habitación de un hotel. Un hombre se encuentra muerto y semidesnudo en la alfombra de la habitación. Una mujer se desmaya desnuda en el lobby del hotel, mientras la tercera yace desvanecida en la misma habitación 405. Aparentemente se trata de un crimen pasional por el desenvolvimiento de los actos: primero se instalan las mujeres, media hora más tarde aparece el hombre sin conocer el número de la habitación y dando el nombre de su esposa –una de esas mujeres-. La entrada del hombre a la habitación y los gritos posteriores alarman al personal del hotel que llama a la Policía.


   En su papel de reconstructor de los hechos, nuestro personaje ve con claridad la supuesta infidelidad de una frente al drama del otro que, personalmente, vengará su honor mancillado. Episodios que se repiten en su larga trayectoria como Jefe de Homicidios y que lo mantiene en la rutina de siempre.

  El narrador elabora el argumento a través un suspenso que atrapa al lector; sin embargo no es esta anécdota el asunto central. La atención se detiene en un evento aparentemente secundario: En la habitación contigua, la 404 se han dado cita otras dos mujeres y un hombre por unas cuantas horas de esa madrugada. Su entrada y salida del hotel se ha realizado con tranquilidad, sin llamar la atención de nadie. Hasta el momento el foco narrativo alumbraba al personaje masculino únicamente; todo lo veíamos a través de su mirada distante; el inframundo al que asiste casi todas las noches le asquea, haciéndolo sentir extranjero en tierra de nadie. Sin embargo, el movimiento focal modifica su orientación para mostrarnos la ciudad nocturna desde  la mirada de aquellos que la habitan involucrándose en sus devaneos:

El silencio superficial de la noche esconde una dinámica profunda. Hacia la media noche la ciudad está encendida de extremo a extremo, una frenética actividad se está llevando a cabo en los sótanos de los clubes, los hospitales, los salones de baile, la medicatura forense, los cibercafés, las funerarias, las discotecas, los cementerios. Sucesiva y simultáneamente, telúricos movimientos sacuden el lecho ocasional en el que los amantes se dan encuentro. Por los cuatro puntos cardinales la lava ardiente del deseo mueve la tectónica de placas del inconciente colectivo, que estalla en erupciones de semen, sudor y sangre. Son los seres de la oscuridad que cada noche se despojan de su piel diurna para deslizarse por el asfalto capitalino, reptando por entre calles y avenidas, destilando feromonas e inyectando su veneno. Son los seres de la noche, esos que a la luz del día se esconden bajo la piel de un pastor de iglesia, una secretaria, un padre de familia, un estudiante universitario o una niña de su casa. (2006: 29-30).



Ciudad nocturna: pos-apocalipsis cotidiano

La presencia de los “seres de la noche”, como son descritos en el relato, no es un referente más dentro del marasmo urbano que aquí se proyecta. Son más bien las representaciones de lo que Boris Muñoz,  tomándolo a su vez de Carlos Monsiváis,  ha venido a llamar como pos-apocalipsis. Para Muñoz la ciudad contemporánea, esa ciudad caos que deviene en acabamiento, mantiene su vida más allá de su evidente sentido destructivo. Advierten ambos autores la llegada de un Apocalipsis que ha conducido a las grandes metrópolis a convivir con tal situación, al extremo de instalarse en ese pos-apocalipsis que dibuja sus entrañas hostiles como una forma más de vida.

   La oscuridad juega un papel clave para que la vida de los que a plena luz cumplen roles de ciudadanos comunes para transformarse en la noche en aquello que ansían profundamente. Secretas fantasías se convierten en perversiones consumadas de esos “seres de la noche” que parecieran, según se describe en el relato, formar una tribu con visos de animalidad:


                        No todos los que transitan en la oscuridad de la noche pertenecen a ésta,
los seres de la noche no son simples personas que por error se han salido    de sus cálidas camas. Los seres de la noche son aquellos que se alimentan en la penumbra y han aguzado sus sentidos más allá de cualquier límite, siendo capaces de oler a kilómetros a otros de su especie. Se reconocen a sí por las feromonas que destilan a su paso, beben las secreciones corporales de sus víctimas y se aglomeran entre las grietas de la ciudad, donde celebran orgiásticos las milenarias fiestas del dios Baco. Ocasionalmente matan a los que consideran turistas, animales diurnos que por capricho personal invaden su territorio (2006: 33).


   El placer como fin en sí mismo lleva a quienes lo experimentan a buscar nuevas alternativas que, muchas veces, implican la fractura de lo establecido. Transgredir normas y sistemas es una manera de rediseñar las pulsiones de la ciudad, hecha a fuerza de rupturas y nuevas componendas. Por ello el foco a través del cual veremos a la urbe nocturna proviene de uno de los “seres de la noche”. Camila, la esposa del oficial de policía, se encuentra en su cama cuando él regresa después de una noche de vigilia y crueldad. El oficial busca su cuerpo con elocuente deseos de poseerla mientras ella recuerda entre sueños la experiencia que recién vivió en la habitación 404 de uno de tantos hoteles de la ciudad. Refiriéndose al oficial nos detalla el narrador:


 Camila tiene su mente ocupada en los recuerdos, y él no sabe que cuando se dirigía semidormido al lugar de los hechos, Camila era atravesada por el conducto excretor con un mástil del tamaño de una torre. No sabe que los dedos de aquella amiga jugaron con el clítoris erecto de su esposa. No sabe tampoco que ella bebió sus fluidos genitales. Mientras él se despertaba sobresaltado en medio de una pesadilla, seis brazos y seis piernas se enlazaban en el eterno ritual de semen, sudor y sangre.

Esa noche, en la suite 404 de un hotel capitalino, los emisarios del dios Baco oficiaron el bautismo (2006: 40).


   Los recuerdos de Camila se vierten en su inconsciente con la libertad de quien se permite  vivir en la transgresión, habitar en los bordes de la legalidad y, en último término, construir su propio pos-apocalipsis que no sólo se definirá en términos destructivos, de acabamiento; lo escatológico, que se manifiesta mediante escenarios o situaciones sórdidas y perversas, es parte del corolario que acompañarán a los habitantes nocturnos que re-diseñan  a la ciudad;  la oquedad, por tanto, se impone como registro del paisaje citadino; es la urbe sin dimensiones concretas que se construye con las formas de vida de quienes la habitan.


Ciudad abismo- ciudad cimiento

 A propósito del cambio que las urbes experimentan en la actualidad, Boris Muñoz apunta: “la ciudad ya no puede ser concebida como un espacio estable, sino como una dinámica de permanente cambio y, en consecuencia, de desequilibrio” (Muñoz,  2003: 82).


   Los calificativos con los cuales definimos las metrópolis del siglo XXI van encaminados a perfilar un rostro de urbe que pareciera envuelta en una dinámica desenfrenada de experiencias perversas, decadentes, productoras permanentes de excrecencias y basura. Lo caótico es parte de su condición de masa gigante cuyos espacios han sido totalmente cubiertos.  El mismo Boris Muñoz detalla las condiciones de lo escatológico  presentes en el relato:


La primera acepción de escatología se refiere al conjunto de expresiones o imágenes relacionadas con el excremento. La segunda alude al estudio de las creencias relativas a los Últimos Días desde la perspectiva religiosa del fin de los tiempos. Estos dos sentidos de lo escatológico más que agotar el término lo amplían. Por eso combinarlos en un tercero que conjugue a ambos, puede ayudar a aclarar cómo el discurso sobre los desechos se articula con símbolos apocalípticos que aluden a la realidad como una instancia amenazada por un inminente y múltiple colapso económico, social y ambiental (Muñoz, 2003: 81)


  La cita transcrita, que habla de la Ciudad de México, refiere, igualmente, el escenario y sentido del relato que nos ocupa. La narrativa actual que fija su atención en ese irremediable marasmo, reconstruye un imaginario urbano paradójico, diverso pero, al mismo tiempo, inclusivo, donde lo pos-apocalíptico se convierte en una propuesta estética, más allá de cualquier condición valorativa y crítica.

   La experiencia de la ciudad nocturna en la que habitan seres como fantasmas da cuenta de universos alternativos cuyas vidas, al margen del orden y la legalidad, son capaces de mantenerse en el anonimato que concede la oscuridad; vivir en ella; saciar deseos ocultos son algunos de los rostros diversos y contradictorios que concede la ciudad. El narrador nos explica: “Son los seres de la noche, esos que a la luz del día se esconden bajo la piel de un pastor de iglesia, una secretaria, un padre de familia, un estudiante universitario, una niña de su casa o una esposa enamorada” (2006: 40). La cita da cuenta de individuos que desarrollan vidas comunes, reconocibles como los urbanícolas que decoran la ciudad. Describirlos en estos términos es un modo de explicarnos que todos podemos formar parte de la fauna nocturna, porque, en definitiva, la perversión, el excremento y el caos de la ciudad lo construimos quienes en ella habitamos; seres del día y de la noche. Julia Kristeva en su obra Los poderes de la perversión (1988) señala cuáles son las condiciones ulteriores que hacen abyectos los espacios o las personas; la escritora señala: “No es por lo tanto la ausencia de limpieza o de salud lo que vuelve abyecto, sino aquello que perturba una identidad, un sistema, un orden. Aquello que no respeta los límites, los lugares, las reglas. La complicidad,  lo ambiguo, lo mismo” ((1988)2004: 9).


   La oscuridad como condición para el anonimato es clave en el desarrollo del relato. Por ella los seres de la noche actúan con libertad pues saben que no serán reconocidos. El espacio público citadino se ha visto muchas veces vinculado a “la publicidad de acciones sociales” esto es que “lo público, como tal conlleva un tipo de actuación asociada a lo que “a la luz de otros” el individuo declara acerca de sí mismo, así como lo que interpreta como señales en el comportamiento del resto de urbanitas”[2]. La posibilidad de ser mirado implica un proceso de evaluación por parte de terceros a través del cual se crea una atmósfera de extrañamiento en la que uno mismo puede llegar a sentirse otro, es decir, ajeno de sí. Se trata de un trabajo especular en el que somos capaces de vernos y crear juicios sobre nosotros en función de la observación de los demás.

   En su obra Vigilar y castigar (1976) Michelle Foucault especifica que las miradas se pueden clasificar como una forma de vigilancia mediante la cual el sujeto que las padece experimenta un sentimiento coercitivo que lo lleva a asumir códigos de comportamiento pre-establecidos por el poder: “El ejercicio de la disciplina supone un dispositivo que coacciona por el juego de la mirada; un aparato en el que las técnicas que permiten ver inducen efectos de poder y donde, de rechazo, los medios de coerción hacen claramente visibles aquellos sobre quieres se aplican” (Foucault, 1976: 175). El acto de intimidación que describe Foucault no tiene cabida en espacios que la oscuridad y el anonimato protegen de cualquier intromisión. De tal modo que esa oscuridad en definitiva revela las posibilidades reales que todos los seres humanos tenemos de realizar actos que podrían ser reprobatorios y que revelarían nuestras más íntimas perversiones.


   Si bien el desencanto como forma de vida en la ciudad está presente; de la misma forma el pos-apocalipsis implica la convergencia del caos y el orden, el abismo y la permanencia, la rutina y la novedad: la experiencia urbana que nos seduce y  atemoriza. Es, en definitiva, la nueva propuesta para entender los vaivenes de la ciudad.


BIBLIOGRAFÍA


Básica:

TORRES, Ana Teresa; TORRES, Héctor. 2006. De la urbe para el orbe. Nueva narrativa urbana. Editorial ALFADIL. Caracas.


Complementaria

BARTHES, Roland. (1990) 1997. La aventura semiológica. Paidós comunicación. 2da reimpresión. Barcelona.

FOCAULT, Michelle. (1976) 1988.Vigilar y castigar. Siglo XXI Editores. 14 edición. Buenos Aires.

KRISTEVA, Julia (1988) 2004. Los poderes de la perversión. Siglo XXI Editores. Argentina.

LOTMAN, Iuri. 1996. Semiósfera I. Semiótica de la cultura y del texto. Editorial Frónesis. Cátedra. Madrid.

MUÑOZ, Boris y SPITTA, Silvia, Editores. 2003. Más allá de la ciudad letrada: crónicas y espacios urbanos. Instituto Internacional de Literatura Iberoamericana. Pittsburg. USA.


                       
Este artículo salió publicado en la revista Arenas de la Universidad Autónoma de Sinaloa, en el número 22. Primavera del 2010.





[1] En la página web http://www.analitica.com VENEZUELA. 6 de septiembre de 2004.
[2] En Sincronía Otoño 2003. De la Peña, Gabriela: “Simmel y la Escuela de Chicago en torno a los espacios públicos en la ciudad”: http://sincronía.cucsh.udg.mx/pena03.htm

No hay comentarios:

Publicar un comentario